MISTELA
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Cuauhtémoc López
Oriundo de cd. Ixtepec, Oax. Pintor, poeta , cuentista y cuenta cuentos en diferentes instituciones educativas y culturales del Estado de Oaxaca. Fue catedrático en la Escuela Normal Urbana Federal del Istmo de cd. Ixtepec, Oax., donde impulsó la escenificación de diversas obras teatrales de autores de renombre nacional y mundial.
MISTELA
Me llamo Nereo Chévez Cigarroa. Tengo 48 años pero parece que tengo 100, me está cargando chaquetas y la verdad ya la veo muy fea.
Empecé a tomar a los 30 años y no sabía que me iba a gustar tanto el trago como ahora me gusta. Me gusta más que la comida y hasta que las viejas, ya nomás quiero tomar, tomar y tomar. Verdad de Dios, me está llevando el diablo.
La verdad que esto es gacho, se siente muy feo que lo miren a uno como si fuera a contagiarlos, o como a un perro con rabia.
Yo no sabía que me iba a gustar tanto la bebida, siempre le había hecho el feo cuando me invitaban. Un día, en la feria, mi mamá compró un frasco de ciruelas y nanches curados en alcohol y me lo regaló. Olía sabroso cuando destapé el frasco, con desconfianza me comí una ciruela y sentí un calor muy rico en la panza, y así, de una en una me comí todas en tres días. En el frasco ya sin ciruelas, se quedó nomás el alcohol, de lejos parecía miel y lo deje sobre una vitrina. Un día sentí ganas de tomar algo dulce y agarre el frasco de mistela, que así le dicen por ahí, y le pegué un traguito y luego otro, otro y otro, chiquitos pero seguiditos hasta que me lo acabé, era un poco más de medio litro. Me cayó muy bien y me quedé dormido, tal vez por lo mareado que me sentía. Cuando desperté sentí sed y ganas de tomar más mistela y salí a comprar donde lo venden por litros. Desde ese día no he parado de tomar . Ahora ya no tomo mistela, tomo lo que sea .
Como dice mi mamá: - Tú tomarías hasta mierda, si tuviera alcohol.
TE LO DIJE
El muchacho se encontraba de pie frente al hombre que estaba sentado y que parecía no prestarle mucha atención.
- Pues , yo nomás te digo sobrino, - dijo el hombre con voz grave y sentenciosa. - No te juntes con ese cabrón, no hace mucho que salió de la cárcel, se la debe a muchos y no vaya a ser que tú pagues por él.
- Pero, es que ... El es mi amigo, tío.
¿ Amigo ? - casi gritó el hombre, - ¿ de qué pueden hablar tú y ese desgraciado ? Te digo lo que te digo porque eres hijo de mi hermana y no quisiera que ese mañoso te llevara entre las patas. - hizo una pausa y bebió un gran tragó de la cerveza que aprisionaba en su manaza, - él ya está grande y es fácil que te enrede, pero es asunto tuyo pariente, ya te digo; mejor no andes con él.
- Pues, ni modo tío. -Contestó el muchacho de mal modo. -Cada quien sabe lo que hace, - giró sobre sus talones y salió haciendo una mueca.
El calor era sofocante, un resplandor rojizo se perdía lentamente en el horizonte. Recargado en las trancas del corral el hombre se quedó viendo fijamente hacia los cerros. Lo sacudió un temblor de rabia y dolor, cerró lo ojos con fuerza y las lágrimas brotaron sin pudor, bajó el rostro y pudo sentir el amargo y salado sabor de su llanto, que como lava ardiente bajaba a raudales y corría por sus labios entreabiertos.
Era el mismo dolor de siempre, inevitable. Un martirio constante, como algo necesario para no olvidar lo sucedido, que hizo agigantar su odio cada día.
Recordó la tarde en que le llevaron el cadáver de su hijo, no podía creerlo, lo había visto salir en la mañana con sus libros bajo el brazo. Lo amaba tanto, con él se iban todos sus sueños. Era como una mutilación.
Cuando lo trajeron ya tenía la sangre seca pegada al rostro y a los cabellos. La bala había entrado justo en la sien derecha. Fue un disparo certero. La muerte le llegó por un costado, de manera alevosa, agazapada en un recodo del camino, no muy lejos de su casa.
Como a los seis días de aquello, al rancho llegó una vieja llevando casi a rastras a una muchacha seca, entelerida, daba la impresión que se encontraba al borde de un colapso.
- Diles lo que me dijiste, anda, que lo oigan. - dijo la vieja . - Dios te va castigar si no lo dices.
La muchacha veía para todos lado como buscando ayuda
- ¡ Si, yo lo vi ! - gritó, - yo ví al que lo mató, fue un hombre del rumbo, se llama Simón, el que tiene su rancho más allá del rio, hasta los montes grandes.
Recordó cómo se levantó y la tomo de los hombros, la muchacha chilló como un mono, asustada. Buscó con desesperación a la vieja.
- No tengas miedo - le dijo el hombre, - no voy hacerte nada, sólo dime una cosa, - ¿ Estás segura, lo viste ?
- Sí, - respondió, - yo andaba entre las milpas, quería cortar camino pero mi perro se entretuvo comiendo porquerías y me senté a esperarlo.
- Pero, ¿ cómo fue que lo viste ? - le interrumpió.
La muchacha hizo una seña, que le esperaran, tomó aire y prosiguió.
- Cuando oí el balazo me asusté mucho y me levanté despacito, fue cuando lo vi, era Simón, pero él no me vio, recargado en el huanacastle de la mera vuelta del camino miraba para todos lados, parecía loco, traía un arma larga, se fue saltando entre la hierbas , luego, oí el ruido del caballo. Cuando llegué al camino ví al muchacho, estaba tirado y tenía mucha sangre en la cara, en la cabeza.
- Me dio mucho miedo señor, no quiero que me mate a mi también. Tengo mucho miedo.
- ¿ Quien más lo sabe, señora ? - pregunto ansioso.
- Nadie - contestó la vieja. - Yo le saqué la tripa a ésta, porque la conozco, desde ese día no hace más que llorar, no come y anda tiembla y tiembla; como con calenturas, de todo se asusta.
Policías y vecinos rodearon la casa de Simón, encontraron el rifle, era un 22 automático. No pudo o no quiso defenderse, se entregó y confesó su culpa.
Una opresión terrible atenazaba su pecho, los recuerdos eran dolorosos. El ruido de unos pasos cautelosos lo devolvieron a la realidad, sabía de quien eran y se volvió secándose los ojos con el antebrazo.
¿ Qué quieres ? - dijo.
La mujer se detuvo nerviosa, hacía como que se secaba las manos con el delantal.
- Mejor no digas nada, mejor. - dijo el hombre
- Siento que voy a morir de rabia si no lo hago. Seis años de cárcel no pagan la vida de mi hijo.
- Tengo que hacerlo. ¿ entiendes ? - Tengo que hacerlo, no quiero andar penando después. No quise hacerlo en cuanto salió de la cárcel, por eso he estado esperando, ya todos piensan que me conformé. Tal vez nunca sepa por qué lo hizo, pero a ese desgraciado ya se le llegó la hora.
La mujer se limitó a escucharlo y luego se marchó. El tomó el hacha y se dirigió hacia un montón de leña junto a un árbol, con furia infinita empezó a hacerla rajas.
La noche era negra, propicia para el mal. Los más negros pensamientos hervían en su cerebro. Con sigilo y esfuerzo colocó un pesada piedra en el paso de las carretas.
La mujer dormía. La luz de una veladora sobre un improvisado altarcito lanzaba su parpadeante y débil luz, proyectando largas y temblantes sombras sobre las paredes de adobe del jacal. Del brasero de la ahumada cocina cogió un jarro de humeante y oloroso café, se sirvió un poco en una taza, encendió un cigarrillo y se sentó sobre un tronco sembrado junto a la puerta y se hundió en sus pensamientos.
Terminados el café y el cigarrillo, se introdujo al jacal, cerró la puerta y se dejó caer sobre el camastro
Antes del alba, el ruido de la rueda de la carreta contra la piedra del camino lo despertó. Se puso de pie de un salto.
- Ahí está. - se dijo, - acaba de pasar.
Volteó hacia la cama, su mujer seguía durmiendo o fingía hacerlo. Acercó su viejo reloj despertador a la débil luz.
- Es él, estoy seguro, ésta es su hora de pasar cuando va a su rancho. - lo alcanzaré en pleno monte y de este día no pasa, - sentenció. - ¡por Dios santito! - dijo. - Haciendo una cruz con sus dedos, la besó.
Diminuta figura en el ancho paisaje del río y sus riberas, la silueta del jinete y su montura como una sola forma, se recorta contra el tenue vislumbre del alba tras los cerros y se refleja en el espejo del agua que canta entre la piedras con un suave murmullo. El aire fresco que mece las hierbas y el chamizal , le hace hinchar el pecho al aspirarlo. Con la escasa luz, el paisaje semeja una grisalla, se antoja hermoso, aunque a veces, como dicen por ahí; parece como dejado de la mano de Dios. El caballo bebe mansamente, el hombre extrae un cigarrillo de la bolsa de su camisa, al encenderlo, el fuego ilumina su rostro que deja ver su inquebrantable decisión, aspira el humo con vehemencia, lo exhala lentamente mientras de alguna parte se escucha el canto adelantado de algún gallo despistado.
Toma la rienda de su cabalgadura que al instante reanuda la marcha, atraviesan lentamente el río.
El camino está totalmente solitario. Vuelos y cantos de pájaros rompen a veces el silencio. En el horizonte, débiles pinceladas de azul se insinúan entre las montañas y las nubes.
Se apartó del camino y avanzó un largo trecho entre los matorrales, el caballo libraba ágilmente los espinos del rudo paisaje erizado de cactus, nopales y cornizuelos. Cuando llegó a una zona elevada y cubierta de grandes árboles el sol ya estaba bastante alto, bajó del caballo y lo dejó debajo de dos grandes encinos. Tomó su escopeta de dos cañones y se aseguró de que estuviera cargada, del morral que colgaba de la silla extrajo otros cartuchos y se los guardó en una bolsa del pantalón. Se movía con gran seguridad mirando para todos lados , al menor ruido se agachaba.
El rancho se hallaba en el plano de una hondonada, unas enormes piedras enterradas en el duro suelo y muchos árboles custodiaban la casa.
El hombre que salió de la casa y estiró los brazos desperezándose, no se entero por donde le llegó la muerte, el escopetazo casi ahogó su grito que se mezcló con otro que brotó del monte. Cuando su cuerpo llegó al suelo ya estaba muerto.
El tirador se levantó con un gesto de profundo cansancio y ya no tuvo tiempo de esconderse cuando alguien surgió de atrás de la casa a escasos metros de él, los dos se vieron a la cara y enmudecieron momentáneamente, el otro exclamó de pronto:
- ¡Tío, tú lo mataste!.
El hombre sin responder levantó el arma y apuntó tranquilamente. El muchacho con los ojos desorbitados corrió hacia él levantando los brazos, gritando.
- ¡ No tío, por favor, no !
Sin piedad, el hombre jaló del gatillo al tiempo que decía:
-Te lo dije, sobrino, te lo dije.
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